María José Lavín

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Pintura y Escultura

Tientos y variaciones

    

Toda obra de arte es un suplicio de tántalo. En la pintura, las huellas de esta lucha sin tregua son mas evidentes, y su elocuencia es la medida misma de hasta donde ha ido el pintor en esa búsqueda de lo absoluto que ocupó a Balzac en su hermosa novela que lleva ese titulo. Aparecen de pronto ante mi, en el desordenado azar de la memoria, algunos ejemplos magníficos de esta lucha con el ángel que libra el pintor, sin otras armas que algunas certezas de “cocina” y la incierta red de su imaginación: los frescos del Masaccio en la Capilla Brancacci de Florencia, la Familia de Carlos IV de Goya, Las Lilas en el Estanque de Monet y Les Demoiselles D’Avignon de Picasso. Toda meditación ante estas obras desemboca, obligatoriamente, en la certeza de que, solo a través del suplicio sin sosiego de tratar de alcanzar lo imposible, ha sido posible eternizarlas en la pared o en el lienzo. 

Cualquier observador que recorra los trabajos de María José Lavín que se reúnen en esta muestra y que lo haga con el espíritu dispuesto y despojado de artificios y servidumbres a las midas y a los caprichos de un endémico esnobismo, podrá constatar fácilmente los primeros signos de esta laboriosa búsqueda, de ese renovado y fértil intento de apresar la imagen insistente y secreta, que llama sin cesar a los elegidos. No hay una sola mancha de color, un solo trazo, en esta obra de la pintora, que no denuncie su entrega y su servicio absolutos al tantálico poder de la pintura. El tema no es, en este caso, necesariamente una pista ni un elemento imprescindible para juzgar las obras de María José Lavín. Como fueron bailarinas, hubieran podido ser flores, muros, aves o guerreros. Lo que ella busca es lo que se esconde detrás, allá muy en el fondo, de cada cosa que nos rodea. 

Sus esculturas pudieran parecer, al inicio, un logo de recrear o capturar un momento determinado de la danza. Si se las observa con mayor detenimiento y con igual ánimo despojado de las fórmulas y esquemas que propone la pedantería, se verá que son un ejemplo patente de la misma lucha con el ángel. Y en este caso, por obra de esa densa presencia del bronce, se me antojan aun más patéticas y más elocuentes en su testimonio. 

María José Lavín ha penetrado en el paraíso siempre perdido y siempre recobrado de la pintura, prescindiendo de la anécdota y enfrentándose a la materia esencial que la define. Le esperan amargas jornadas pero también la ebriedad sin nombre con que premian a los dioses la peligrosa aventura de crear. Que ellos la protejan. 

                                                          Álvaro Mutis

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